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¡No me pegas no me quieres! o ¡Pégame pero no me dejes!
De alguna manera estos dichos populares están reflejando ideas o costumbres sobre la forma en que algunos hombres y mujeres se relacionan dentro de su ámbito familiar.
Para algunos autores el origen ancestral de la violencia en la pareja tiene que ver con la división sexual del trabajo y los estereotipos de género: el trabajo tradicional de la mujer, como es el cuidado de los hijos y la preparación de alimentos, es considerado de menor valor que el trabajo del hombre, quien ha sido por antonomasia el responsable de la manutención del hogar. Esta división ha originado, en muchos sentidos, que la mujer sea considerada inferior a él. Pensamiento que predomina en sociedades patriarcales y machistas con tradiciones profundamente discriminatorias hacia “lo femenino”[1]
Como resultado de ese pensamiento machista el hombre busca preservar su dominio sobre la mujer en la familia o en el hogar. Este dominio lo puede ejercer de diferentes maneras y con distintos grados de violencia. Desde actos “muy sutiles” como amenazas y advertencias, para pasar después a los gritos y los insultos, y llegar finalmente a los golpes y al sometimiento físico.
La costumbre de la mujer de someterse a la voluntad del hombre y de comportarse con sumisión “para preservar la paz del matrimonio” está muy arraigada, de ahí que en muchas ocasiones no se defienda ni denuncie los actos violentos porque piensa que esto es normal.